Traducción a cargo de Esther Paraíso de la Universidad Complutense

 

Entrevista  a Heather Kennedy (Kathleen Kido) embajadora del WPC, realizada por Michaela Pereira  en el programa HLN/CNN de Los Ángeles «MichaeLA».

El galeno suizo, alquimista y hombre todoterreno del espectáculo del siglo XVI Teofrasto Bombasto de Hohenheim, más conocido como Paracelso, afirmó en su famosa cita que: «Alle Ding sind Gift; allein die Dosis macht, dass ein Ding kein Gift ist». Para los que tampoco habléis alemán suizo renacentista, significa más o menos: «Todo es veneno, solo depende de la dosis».

¿Podemos pararnos un momentito a reflexionar sobre uno de los cognados (palabras con un doble significado) más sorprendentemente falsos que podamos encontrar? La palabra alemana para «veneno» es «Gift», es decir, «talento». ¿Cuando eras pequeño te dijeron a menudo que «tenías talento»? Se lo decimos a las personas que sacan buenas notas, que destacan en algún deporte, que tienen mano para dibujar caras o que parecen un loro de lo bien que imitan acentos.

Pero incluso si ignoramos ese horripilante doble significado que tiene en alemán, el ponerle la etiqueta de «talentoso» a alguien es como dar a entender que posee una habilidad que no se ha ganado. Es un cumplido que menoscaba a la persona de una forma muy curiosa, ensalza a la vez que menosprecia. ¿Hay personas que tienen unos atributos, unas habilidades innatas, que otros no poseen? Por supuesto. ¿Significa eso que te estás saltando una supuesta cola cósmica porque naciste con oído absoluto o con facilidad para las mates? Nuestros «talentos» carecen de significado si no los cultivamos; son herramientas que tenemos que aprender a usar y desarrollar con práctica y dedicación. Y, hazme caso, no existe ningún «talento» que el universo te otorgue que no te pueda quitar en cualquier momento. Tu físico. Tu melodiosa voz. Tu mente.

No es tu culpa que no me puedas leer el pensamiento y tampoco lo es que no entiendas la enfermedad de Parkinson. Créeme, hay incluso personas que la tienen que no la entienden del todo. Incluso te diré que no es tu «culpa» si al verme automáticamente supones que estoy borracha. En un buen día, puede incluso que esta misericordia mía te alcance aunque seas la recepcionista de la consulta del neurólogo y te muestres completamente indiferente e impasible al ver que me atraganto con la medicación, sin ofrecerme siquiera un vaso de agua. No debemos dar por sentada la sensibilidad, ¿pero qué hay de los modales básicos y de una preocupación mínima por pacientes que ya sufren bastante? Últimamente no tengo muchos días buenos y, a veces, sentirme maltratada por gente que ni siquiera se molesta en darle una vuelta a lo que me está pasando hace que todavía me resienta. Verás cómo me aguanto el careto lloroso cuando una persona sin discapacidad añade «histérica», «loca» o «neurótica» a la lista de cosas que han decidido que me pasan. ¡Saca esa jerga de loquero! ¡Convierte a todo el mundo en monolitos y caricaturas! Bipolar, Borderline, TOC, estrés postraumático ¡Que gire la ruleta! ¿Y qué te parece llamar «tóxico» a alguien que sufre de una forma diferente y cortar la comunicación con él? Tu psicólogo estaría orgullosísimo.

La era de los patólogos de poca monta no le ha hecho bien a nadie. Para personas como yo, es especialmente venenoso. Es una enfermedad neurológica. Por supuesto, llámame «loca». Como si no pasara la mitad del tiempo que estoy despierta preguntándome aterrada dónde está ese límite. Nunca sé cuándo se me concederán unas pocas horitas de normalidad en las que pueda hablar y caminar a una velocidad media, conducir a algún sitio, ver a un amigo, cantar una canción de los ochenta en un bar con karaoke; y, cuando eso pasa, nunca sé durante cuánto tiempo me va a durar.  Nunca sé si hoy será uno de esos días en los que mi cerebro decide ignorar mis extremidades, mi vejiga o mis cuerdas vocales.

En esta sociedad se rechaza a las personas con discapacidad en todas partes. En las residencias de mayores y en las consultas médicas. En los lugares públicos, las aulas y los lugares de trabajo. Se las rehúye, ignora y se las utiliza para lavados de imagen, pero rara vez se las ve. A veces, las personas con discapacidades que no son evidentes pueden tenerlo incluso más difícil: la paraplejia no es para tomársela a broma, pero la gente entiende lo que es cuando la ven. (Una vez tuve el hombro en cabestrillo y fue una pasada. La gente me abría la puerta y me decía: «Uf, qué rollo, ¿te duele?») Las enfermedades neurológicas que se manifiestan de una forma impredecible, como el párkinson o la esclerosis múltiple (y sin hablar ya de trastornos extraños sin diagnóstico o de problemas de fatiga), se patologizan de formas muy siniestras y realmente injustas.


Estoy empezando a pensar que el Párkinson ocupa un lugar especial entre ellas. No es la «peor afección» o la más victimizante (créeme, esto no es una competición), pero conforme progresa, tengo cada vez más la sensación de que puede que el Párkinson tenga una «marca energética» que atraiga pronósticos como Harry Potter atraía dementores. Puede que esta sea en parte la razón por la cual Joy Milne tiene la extraña capacidad de olerla con absoluta certeza en personas que aún no han sido diagnosticadas (hablando de «talento»…)

¿Me miras porque parece que estoy borracha? Siento mucho que tu madre fuera drogadicta. ¿Estás segurísimo de que me estoy «haciendo la víctima»? Siento mucho que tú te hayas sentido alguna vez como una víctima. ¿Piensas que asusto a tus hijos? Siento mucho que un adulto te asustara en su día. ¿Por alguna razón te molesta que tenga las agallas de decir abiertamente que tengo párkinson cuando evidentemente soy demasiado joven para que ese sea realmente mi problema? Mira, siento que te esté costando aceptar que eres mortal. Te juro que me estoy convirtiendo en una mancha de Rorschach con patas. Dime qué es lo que piensas que me pasa y te diré exactamente dónde tienes la herida abierta.

Hace no mucho estuve con un amigo, receptor también de un aparato fallido de estimulación cerebral profunda. Este amigo es de Boston, de origen irlandés, alto, fornido, atractivo, ocurrente y con una mente muy ágil. El estimulador le ha afectado al habla, así que ahora habla despacio y tartamudea. Algo bastante duro para quien solía ser el alma de la fiesta y el rey de los chistes. Me senté en otra mesa de la cafetería en la que quedamos para ser testigo de su experiencia. Le pedí que intentara entablar una conversación sencilla con tres desconocidos. Uno se inclinó hasta quedar muy cerca de su cara y le gritó: «NO TE ENTIENDO, ¿NECESITAS AYUDA?» Otro le miró aterrado y dio marcha atrás murmurando: «Lo siento, he quedado y llego tarde». El tercero parecía interesado pero tras dos minutos se impacientó y simplemente se marchó.

¿Cómo arreglamos esto? ¿Cómo evaluamos cada caso, cada individuo?  A veces me imagino dando tumbos por la ciudad con una camiseta en la que pone: «No estoy borracha, imbécil, tengo párkinson» y entonces me imagino a cada persona con su camiseta: «Déjame, zorra, soy un sociópata altamente funcional», «Es una DISMETRÍA DE LAS EXTREMIDADES, no un «defecto de nacimiento», o «Soy neurodivergente, no estoy colocado: ven, a ver si te atreves». ¡Que entre la llorica del careto, el monstruo de la vergüenza! ¿Qué daría a entender tu «camiseta»? No estamos hablando de etiquetas, pero las etiquetas son algo evidente en nuestro camino. ¿Cómo te explico que solo porque pienses que tomo metanfetaminas no tiene por qué ser verdad? No las tomo. ¿Tengo «mala hostia» porque te incomoda el que mi expresión facial parezca estar congelada? Perspectiva incorrecta. En realidad soy muy simpática y de trato fácil, simplemente parezco Severus Snape en mis malos ratos porque se me pasa el efecto de la medicación y se me paralizan partes de la cara. ¿Cómo (o por qué) explicar a la gente estos infortunios fortuitos? De todas formas, la gente ya está preocupada por sus propias cosas.

Entrar a cada habitación con el mensaje: «Tengo una discapacidad así que no me toques las narices» no tendría sentido. Para empezar, es que todo el mundo tiene una discapacidad, lo digo en serio. Algunas discapacidades son más evidentes y algunas personas son más conscientes de sus limitaciones que otras. Además, las personas con discapacidad no necesitamos más mecanismos de defensa y, sin duda, no queremos perder el tiempo explicándole las estupideces e injusticias varias de nuestra afección a cada persona sin discapacidad que nos encontramos. Queremos vivir mientras podamos, lo más plenamente que podamos. Ya sabes, como cualquier otra persona. 

La soledad mata. Y las enfermedades y trastornos que nos encierran en nuestra propia mente (o en nuestra propia ducha… qué gracia cuando se te acaba el agua caliente a la vez que el agonista dopaminérgico) producen una profunda soledad. No quiero que la gente se sienta así. Y como persona que soy, yo tampoco me quiero sentir así. Es veneno. Pero nadie le puede pedir a nadie que sea más compasivo, no los controlamos y probablemente no son conscientes de que el cristal a través del que perciben el mundo está deslustrado.

Y aquí está la clave: el sufrimiento amplía nuestra percepción. Ojalá no fuera verdad, pero es tan humano como el funcionamiento de nuestros globos oculares. No se aprende gran cosa del éxito, la tranquilidad, el privilegio o de la victoria,tras victoria, tras más victoria.

Aprendemos de caernos de culo. Del sufrimiento. Del dolor. Del rechazo. Todavía conservo un vívido recuerdo de cuando tenía unos ocho años y estaba jugando con el mechero del Pacer de mi padre, justo después de que me dijera que no lo tocara. El muelle pasó de rojo encendido a un estado aparentemente normal muy deprisa, ¿en serio se había enfriado tan rápido?  «Tengo que meter el dedo para comprobarlo». Oculté con gran empeño la ampolla de la vista de mis padres para que no supieran lo estúpida que había sido. Pero esa es la cosa: no me acuerdo de ninguna de las veces en las que pude haberme quemado pero no lo hice. Esas veces no aprendí nada.


Si tú también sientes que te desmoronas por el Párkinson, probablemente tomas tanta medicación que te entra el repelús al pensar en ella. A veces miro la montaña de pastillas y me horrorizo. ¿Cómo han cambiado mi personalidad todos estos efectos secundarios? ¿Estoy experimentando una psicosis, hipervigilancia o es simplemente la intuición? ¿Cómo puede ser que no me haya envenenado yo solita? Parece demasiado como para que un solo cuerpo lo metabolice todo porque es demasiado. La medicación que necesito para moverme hace cada vez menos efecto y me quedo sin tiempo. Allein die Dosis macht dass ein Ding kein Gift ist. El párkinson no es un «talento», no es un «regalo» que le desee a nadie, pero agachando la cabeza admito que me ha hecho más inteligente. Me ha hecho más empática. Ha hecho que tenga más ganas de mirar más allá de la superficie y no suponer nada basándome solo en mis propias gilipolleces egoístas.

A diferencia del tiempo, las gilipolleces egoístas no son algo que se me esté acabando. El sufrimiento es un profesor estricto, pero es uno de esos profesores a los que nunca olvidas. Y volviendo de nuevo a la etimología, me gustaría mencionar que el sinónimo de «sufrimiento» es «pasión», y que «compasión» significa «sufrir juntos». Sé que el antídoto del veneno de la soledad se encuentra oculto en alguna parte de lo que acabo de decir. Ahora, cómo conseguir que todos recibamos un poco más de él, eso ya no lo sé; pero no voy a parar de intentar encontrar la respuesta. Voy a seguir utilizando técnicas poco comunes para transmitir esta experiencia de forma que otros puedan entenderla. Porque incluso si la ciencia diera con la clave del párkinson, todos somos presas fáciles para algo que nos provocará una forma de dolor que muy poca gente podrá comprender por completo.

La versión original del artículo puede leerse en el blog del WPC.

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