¡Papá, tengo párkinson!

 

¡Papá, tengo párkinson! Le dije a mi padre por teléfono. Y me puse a llorar.  Normalmente una noticia como ésta la comunican los padres jubilados a los hijos, pero la normalidad no equivale a la totalidad. Y nosotras, que tenemos Parkinson de Inicio Temprano, lo sabemos muy bien.

La enfermedad en sí no me vino por sorpresa. La sorpresa fue, sin duda, el momento. De niña, ya me pregunté si de mayor tendría párkinson, como mi abuela.

Pero entonces no intuía, ni sospechaba, ni me podía llegar a imaginar que el párkinson me llegaría a los cuarenta años, justo cuando estaba aprendiendo el oficio de ser madre. Apenas seis años después de que se lo diagnosticaran a mi padre.

Y menos aún, me imaginaba, que tardaría más de dos años en tener un diagnóstico.  Dos años de sufrir síntomas cada vez más graves, incrementados por la impotencia y la incertidumbre, hasta el punto de casi no poder caminar.  Ahora parece que eso hace siglos que ocurrió.

Entonces la desesperación me llevó a buscar una salida y una explicación en la acupuntura, la osteopatía, la traumatología, incluso en los antidepresivos, por si acaso era un problema de somatización.  Una prueba neurológica que ya no recuerdo, finalmente, confirmó un diagnóstico concluyente, y aunque no os lo creáis, en el fondo fue bien recibido, porque significaba poner fin a un calvario de interrogantes y de bloqueos. 

Para evitar que se repitan situaciones como ésta, en las que un diagnóstico a priori de fácil detección clínica se convierte en una maratón interminable de pruebas y ensayos, me atrevo a decir que es imprescindible que el párkinson de inicio temprano adquiera más relevancia pública, tanto en hombres como en mujeres. En eso estamos.

Mi hijo a veces me pregunta si él también tendrá párkinson. Yo le respondo que no se preocupe, que cuando él será mayor ya habrán encontrado la cura. La verdad es que es una de esas cosas que decimos las madres para proteger del dolor y la tristeza a nuestros vástagos. También es verdad que carecemos de la certeza de que eso va a ser así.

Me gustaría pensar que estoy en lo cierto y que médicos y farmacéuticos están investigando con mucho empeño para descubrir el origen de este mal antes de que mi hijo, si es el caso, desarrolle la enfermedad. Pero no lo veo tan claro. Y entonces surge el desasosiego. El desasosiego de empatizar con el sufrimiento de mi padre cuando le llamé ese día de junio de 2013.  En ese estado de desasosiego a veces aparecen temores y retazos de imágenes futuras en las que mi hijo me llama por teléfono para decirme: ¡Mamá, tengo párkinson!

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