Mi nombre es Inma. Tengo 56 años recién cumplidos y convivo con el párkinson desde los 48, aunque no recibí un diagnóstico hasta los 51 años, después de una larga bajada a los infiernos.

Hasta entonces ejercía de periodista en el departamento de Comunicación en una gran multinacional, en el área de prensa y marketing. Además, formaba parte de la directiva de una iniciativa social, creada y gestionada por los empleados de la empresa, que me llevaba a viajar cada año a la búsqueda de proyectos educativos para niños y jóvenes de escasos recursos, en aquellos países más necesitados, donde la empresa desarrollaba su actividad. Tenía también una relación de pareja consolidada, una gran familia numerosa, una amiga íntima, un círculo amplio de amigos, compañeros de trabajo y planes de futuro. 

Mi larga agonía comenzó un día con un inocente dolor de codo en mi brazo izquierdo. En ese momento, no le di importancia. Aun así, el dolor persistía en el tiempo, cada vez era más intenso y, poco a poco, el dolor bajó hasta el dedo meñique. En mi vida pensé que algo tan pequeño pudiera causar tanto dolor. Recuerdo que a veces era tan intenso que me provocaba vómitos y mareos. Más tarde un acupuntor me comentó que ese dedo es una de las partes más sensibles de nuestro cuerpo. Comenzó entonces una larga peregrinación a distintos médicos de diferentes especialidades: traumatólogos, podólogos, neurólogos, cirujanos, etc., que se pasaban la pelota uno al otro sin ni siquiera tocarme o hacerme un simple reconocimiento neurológico. Su único interés era operarme, como así hice en el año 2013, de una hernia discal cervical entre las vértebras L4 L5 izquierda y, en 2014, de una neuropatía del nervio cubital compresiva, las dos con nulos resultados. Una vez pasaban los efectos de la anestesia, el dolor volvía a aparecer. Y me libré de una tercera, esta vez en la columna. Me negué tras mi mala experiencia de las dos anteriores.


De vuelta al trabajo tras la operación, mi brazo y dedos de la mano izquierda iban de mal en peor, el dolor se incrementó aún más, no podía coger nada, se me caían todos los objetos (no sé cuántos cafés derramé en esos días), no podía escribir, los dedos se me quedaban rígidos, el dolor era insoportable, así que no me quedó más remedio que empezar a escribir en el ordenador con la mano derecha.  Además, había empezado a tener la sensación de no ser capaz de rendir con la misma rapidez y precisión de antes, me costaba concentrarme, tenía pérdidas de atención y memoria, me costaba procesar la información y seguir el hilo de la conversación y argumentaciones en las reuniones de trabajo. A esto se unía la sensación de ansiedad y estrés que me producían los viajes de trabajo, con madrugón incluido, y una jornada maratoniana.  Aún recuerdo cuando volvía de viaje agotada y llegaba a la terminal 4 del aeropuerto de Madrid y veía los largos pasillos que tenía que andar hasta llegar a la salida de taxis, arrastrando mi pierna y con rigidez muscular. Y la frustración que sentía al quedarme sola en la terminal. 

Pero si las cosas pueden ir mal, aún pueden ir peor.  El año 2014 empezó fatal y finalizó aún peor. En febrero, me enteré de que iba a ser tía de nuevo. Sin embargo, en la primera ecografía, vieron que algo no iba bien, detectaron un tumor, que resultó maligno, lo que originó varias operaciones, la pérdida del bebé y el inicio de tratamiento oncológico. Después de meses muy duros y de mucha preocupación, por fin llegó el día de la última sesión de quimioterapia. Para celebrarlo, planeábamos ir toda la familia a una casa rural para relajarnos de la tensión vivida y estar juntos.  La alegría duró muy poco, dos días después y de manera sorpresiva, una personita muy querida, tras desmayarse al hacerle una analítica, entraba en el hospital y, al día siguiente, era ella la que iniciaba su tratamiento. Este nuevo mazazo me dejó totalmente en estado de shock y paralizada, no me sentía con fuerzas para vivir otra vez el durísimo proceso, lleno de incertidumbre y angustia. 

A esta durísima situación personal a la que me enfrentaba, se sumaba la actitud despótica y dictatorial de la jefa de prensa, una persona que aun siendo consciente de mis limitaciones físicas y el duro trance personal que estaba sufriendo, me exigía trabajar bajo presión, al tener que realizar más de una tarea a la vez y con un alto nivel de exigencia y precisión, so pena de gritarte o insultarte. Era tal la ansiedad y estrés que su actitud me generaba, que los dedos se me quedaban bloqueados y sentía un dolor intenso que me paralizaba totalmente la mano. Tan malo era el estado físico y emocional en el que me encontraba que mi médico de cabecera me recomendó ir a la asociación contra el cáncer para que un psicólogo me ayudara a gestionar el estrés y la ansiedad que sentía, unido a un estado de tristeza, angustia y depresión, que yo atribuía a la situación personal tan dolorosa que estaba viviendo. Pasados unos meses y, viendo que mi situación persistía, decidió darme la baja para frenar mi ritmo frenético de trabajo y tratar mi estado emocional. Me prohibió también tener todo tipo de contacto con mi responsable, siendo consciente de la angustia y ansiedad que me provocaba.

Empiezo el año 2015 de baja, con una rutina de sesiones de fisio por la mañana y, por las tardes, me ejercitaba con mi marido en casa, recuerdo que hasta compramos una bicicleta estática para hacer ejercicio. La mayoría de los días acababan mal,  enfadados, se quejaba de que no me esforzaba lo suficiente, que no avanzaba y que me negaba a hacer tareas tan básicas como andar por el pasillo. Cómo podía explicarle en esos momentos que, aunque mandara la orden a mi cerebro, no podía andar, algo que tampoco entendía yo. Había empezado a ir también a un podólogo para hacerme un examen de pisada, que me ayudara a encontrar unas plantillas adecuadas, que me permitiera andar bien. El pobre podólogo se portó genial, tuvo mucha paciencia conmigo, me hizo hasta 5 plantillas hasta que, pasado un tiempo, tiró la toalla al no dar con el problema. De nuevo otra frustración.

Pasaban los días y llegó un momento en el que ya no podía salir de casa, ni siquiera para cruzar la calle y el dolor del brazo era tan insoportable que había momentos en los que deseaba  romperlo contra la pared para calmar el dolor. En esa época, recuerdo que me habitué a tomar la dosis máxima diaria de Gabapentina, una medicina que me recetaron cuando me operé del nervio cubital, la única medicina capaz de calmarme hasta hoy en día el dolor, a pesar de la oposición de los médicos porque creaba adicción. La siguiente dosis más alta era administrar morfina.

Siempre he sido una persona hipocondríaca, pero esta vez me sentía tan mal y veía la cara de preocupación de mi pareja, familia y amigos, que estaba plenamente convencida de que tenía un tumor en la cabeza incurable, ELA, fibromialgia o alguna enfermedad rara neurodegenerativa. Toda esta situación, unida a la dolorosa situación personal, me generaba una altísima dosis de ansiedad, angustia ante lo desconocido, sentimientos de desesperanza, rabia e impotencia, hasta llevarme a un estado depresivo y tener insomnio.

Un día acudí a hacerme un electromiograma que me había pedido uno de los 5 neurólogos que había visitado en el mismo hospital. Me habían hecho tantas pruebas que ya tenía cierta amistad con la doctora. Al entrar, me vio tan desesperada que me comentó que, en el mismo departamento, había un neurólogo tipo «House», el médico excéntrico de la tele, al que recurrían todos cuando se encontraban con casos raros de diagnosticar. Ella ya le había mencionado mi caso y casualmente tenía un hueco ese día, así que decidimos esperar. Al entrar, encontré a una persona joven, parca en palabras. Por primera vez en más de 3 años, y después de visitar a más de nueve neurólogos, me pidió que realizara distintas tareas, como andar para adelante, andar para atrás, o andar adelante y atrás al mismo tiempo que le decía los meses del año al revés, intentar juntar mis dedos corazón y pulgar mientras me hacía restar o sumar cifras, caminar recto mientras sumaba o restaba, así más de 45 minutos, que a mí se me hicieron interminables. Cuando acabó, hizo el informe sin apenas hablar, apenas para decirme que me tomara la medicación que me había pautado, que, en un par de días, me sentiría mejor y que volviera en 15 días a verle. Nada más, ahí acabó la consulta.

Como es de suponer, nada más salir, leímos el informe, no lo entendíamos muy bien y mucho menos la palabra del final, “posible síndrome extrapiramidal. Volver en 15 días.» Volvimos a casa pensativos por no conocer el alcance del término, ninguno se atrevió a mirar en el móvil, hablamos de la sensación de tranquilidad que nos había transmitido el doctor, al ser el primero en hacerme un reconocimiento exhaustivo en más de tres años. Como es de suponer, lo primero que hicimos al llegar a casa fue mirar en el diccionario el significado de síndrome extrapiramidal = POSIBLE PARKINSON. En ese momento no pensé mucho en esas palabras y su significado, yo era como un drogadicto con el mono y sólo quería empezar a tomar la medicación, para disminuir el dolor y sentirme mejor. En ese momento no quise pensar en nada más. A los dos días de empezar a tomar la medicación, pude mover los dedos de mi mano izquierda sin dolor, andar por el pasillo y montar en la bici estática. Me sentía bien, eufórica, por primera vez en mucho tiempo, mi cuerpo me obedecía y realizaba las órdenes que le mandaba, pensaba que habían dado con mi dolencia y que, por fin, el infierno vivido quedaría atrás y podría volver a mi bendita normalidad, algo que aún ahora echo tanto de menos. 
 
Estaba deseando ir al médico, estaba convencida de que el diagnóstico de posible síndrome extrapiramidal no era tal, ya que yo progresaba cada día un poco más. Qué ilusa fui esos días. Al entrar a la consulta, lo primero que me preguntó el médico era cómo me sentía, al decirle que mucho mejor y mostrarle mis progresos, mi sorpresa fue mayor cuando me dijo: «ya tenemos un diagnóstico. Confirmado. TIENES PÁRKINSON».

Quién me iba a decir a mí que esa palabra cambiaría por siempre mi vida. Y que, a partir de ese momento, nadie ni nada volvería a ser como antes.
 
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