El día que rocé el cielo

 A todos, en algún fugaz momento de nuestras vidas, nos sucede algo inesperado y la  dicha es tal que sentimos algo así como una  sensación similar a rozar el cielo con la punta de los manos.

 

Yo no sólo lo rocé sino que  bailé junto a las estrellas  cuando tras mes y medio de ingreso  hospitalario y con sólo 20 años de edad me ingresaron en el hospital para hacerme pruebas.  Me enfrentaba  a una rara enfermedad , se fueron descartando hipótesis conforme las pruebas no  encontraban  ningún tumor, ninguna mancha o coágulo en mi cerebro… nada. Pero los síntomas aumentaban , tal vez mi bajo estado anímico influyera , mes y medio de encierro mas de 50 días  sin respirar aire  puro , sin sentir la brisa en la cara, viendo cómo iban marchándose los que entraron mucho después que yo con su diagnóstico bajo el  brazo. A mis 20 años tuve que aprender y madurar el triple de lo que me correspondía porque la vida en un hospital no es fácil, las horas pesan, el tiempo no parece pasar.

La noche deja sueltos quejidos y lamentos, llantos y gritos, y llega un momento que no puedes más. Necesitas respirar aire limpio de desinfectantes, pomadas y lejía.  Necesitas que el sol te acaricie, tocar una flor. Escuchar las ramas de los árboles rozar con el viento. Pero te dicen «sólo un poco más». Unos días más. Y el tiempo pasa por tu cerrada ventana demasiado rápido fuera y demasiado lento adentro.

Mis temblores aumentaban, mi pie apenas tenía movilidad, mi brazo se giraba hacia dentro más y más, y la soledad traía consigo los miedos que  me tragaba con cada comida.

Un día apareció el médico y me dijo que tenían que extirparme las muelas del juicio, y sólo recuerdo que en cuanto desperté de la anestesia los síntomas habían desaparecido. Mi pie se movía con total normalidad, miré mis manos y el temblor había desaparecido, mi pulso era  firme y mi brazo volvía a tener su postura normal. Miré al cielo y lloré de felicidad, había terminado aquella tortura, todo  volvía a ser como antes y yo volvía a ser una persona normal. «Aquello era un milagro» dijo mi médico al verme, y me dieron el alta. Por fin sentiría la brisa en mi pelo.

Hoy, 30 años después, sonrío irónicamente pues mi tortura no cesó. Soy una enferma de Parkinson de Inicio Temprano y nunca más volví a ser una persona normal.

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