Despersonalización

 

¿Conocéis la sensación de no reconoceros? Recuerdo cuando, adolescente, me costaba  entender mi propio cuerpo. Sentirte mayor en un cuerpo de niña y niña en un cuerpo cada vez más formado. Recuerdo la sensación de SER más allá de la apariencia. Fue breve, hasta que la madurez logró equilibrar mi cuerpo, mi mente y mi alma.

Desde que comencé a sentir los primeros síntomas de párkinson esa sensación regresó, y no consigo sentirme cómoda en ella. Es la despersonalización, la sensación de verme a mi misma desde fuera, como si no fuese yo y me observase como una espectadora a la que no gusta lo que ve.

Mi vida antes del párkinson tampoco fue fácil. Nací con un defecto congénito y mi pierna izquierda no creció. Aprendí a caminar con una prótesis y pasé por quirófano unas catorce veces. Siempre he recibido aliento y reconocimiento por llevar una vida sana, provechosa y feliz pese a mi cojera, y eso me ayudó enormemente a sostener mi autoestima en su sitio.

Pero el Sr. Parkinson es infinitamente más malvado y a las zancadillas físicas, añade debilidad de ánimo y una estética poco deseable. Pierdes el control de tu cuerpo, no te mueves como quieres, no reaccionas como lo hacías y te sientes de un modo distinto, el gesto de la cara deja de ser espontáneo y la espalda se encorva. El dolor te paraliza, te corroe y te desalienta. El carácter se afea y la sensación de no ser quién eras se instala en los pensamientos.

Conozco muchas personas con párkinson que han perdido peso hasta quedarse en los huesos, generalmente por problemas digestivos y de deglución. En mi caso, he ganado peso de forma desmesurada por la falta de actividad. De llevar una vida de no parar, a pasar en casa horas por miedo a salir sola. El dolor no contribuye a mantener activo el cuerpo. Cada paso duele, además de requerir una conciencia plena agotadora. Total, que ni embarazada pesé lo que peso ahora.

Hace tiempo que no me miro al espejo y cuando me veo reflejada en una ventana, un escaparate o las gafas de mi marido, veo a alguien que no sé quién es. Jamás dejo que me fotografíen. No me reconozco y no me gusto.

Mi autoestima ya no se sustenta en los halagos de mi gente. Las palabras de refuerzo que siempre recibí por ser quien era y lograr lo que logré pese a la adversidad, ya no consiguen mantener mi autoestima. Quizás es porque siento que son palabras compasivas.

Una enfermedad degenerativa es mucho más dañina que una discapacidad con la que naces, a la que te acostumbras y convives con ella porque no conoces otra cosa. Pero con el párkinson, quienes te rodean son ajenos a cada paso atrás que  tú sientes y que te roba independencia. Evitas la queja, sin compartir los deterioros o los sentimiento de frustración que te producen. Cada día te aíslas para no agobiar a quienes te quieren, y comienzas a eludir situaciones donde te sientes mermada. No  apetece dar explicaciones.

Hay amigos a los que no veo hace tiempo ni hablo con ellos por no enviarles mensajes negativos. Un gran aliado es el WhatsApp. Las letras disimulan lo que la voz no es capaz. Las amistades más recientes son más llevaderas; no añoran épocas pasadas más esplendorosas. Así que casi comienzas una nueva vida, la vida de «Yo con párkinson».

Cuando la autoestima flaquea, la exposición social produce vértigo. Dar explicaciones por cada tropiezo o cada torpeza y recibir la compasión de los demás, no ayuda a mantener el ánimo a la altura. Por suerte, quienes me quieren son persistentes y no cejan en el empeño de halagarme e intentar reforzar cada pequeño gesto mío de superación. Mi hija pequeña es experta en levantarme el ánimo y, además de dar unos masajes gloriosos, me repite lo guapa que estoy incluso cuando me pongo un pijama nuevo.

Prometo hacer más caso a mi niña y ser más positiva en el próximo post.

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