Mi familia y el párkinson

 
 
Fui bisnieta de un enfermo de Párkinson. Soy hija de un enfermo de Párkinson. Sobrina de una enferma y hermana de un enfermo de Párkinson. Yo no vivo, padezco ni sufro la enfermedad, pero convivo con ella.
 
 En nuestra familia irrumpió hace 15 años cuando mi hermano mayor, Nacho, fue diagnosticado. Entonces tenía 35 años y, como les ocurre a muchas personas, llegar al diagnóstico fue un largo proceso. Ser un caso de inicio temprano influyó en la manera de aceptar la realidad y cambió nuestra vida en muchos aspectos. 
 
 Este es un espacio que brinda la palabra a las mujeres que viven la enfermedad en primera persona y que, como en tantos ámbitos socialmente son invisibilizadas. Y ya sabemos que lo que no se cuenta, no existe. Acepto la invitación de contar mi experiencia como familiar, y lo hago con cierto pudor porque no quiero quitarles espacio a ellas ni mi hermano ni yo queremos volver a meter en la historia narrada siempre al hombre que protagoniza los hechos. 
 
 Dicho esto, os diré que es muy importante compartir experiencias porque la utilidad es incalculable. Nunca sabes a quién puedes ayudar a través de una palabra que conecta con su realidad. Mi hermano es un ejemplo de fortaleza y resiliencia, por ello, nosotros somos activistas a favor de contar que esta enfermedad no te mata, pero te fastidia la vida, que no es solo de personas mayores ni va solo de temblores. Y por supuesto, es un tema de mujeres, sin duda alguna. 
 
 Diré que no siempre hemos verbalizado la enfermedad. Ahora sí, pero durante muchos años fue un tabú. Creo que lo más importante es respetar las decisiones, tiempos y procesos del enfermo o enferma. Él o ella en primer lugar debe encajar la enfermedad, y quienes le rodean, también. 
 
 Las fases son innumerables. Desde negarlo, considerar que es un egoísta porque todo no puede ser causado por la enfermedad, vivir con ansiedad e incluso miedo ante los síntomas… Y es que el Párkinson es una sorpresa continúa. Cada día es una aventura sobre todo emocional. Es muy complicado gestionar su presencia invisible para los enfermos; para los familiares y amigos tampoco es fácil encajar reacciones extralimitadas, actos compulsivos, etc. 
 
 Creo que si algo nos ha enseñado esta enfermedad a nuestra familia es a escucharnos, comprendernos y querernos mejor. Pero nunca ha sido así, ni ha resultado fácil. Hemos llorado mucho y perdido infinidad de veces los nervios. 
 
 Por mi parte, hace años entendí que quería comprender a mi hermano. No quería sentir pena hacia él, ni que la enfermedad condicionara negativamente mi forma de relacionarme con él. También quería respetar sus decisiones y su independencia. 
 
 Inicié terapia en un momento en el que trabajábamos juntos en el albergue del Camino de Santiago que construyó con sus propias manos en Logroño, la ciudad en la que reside.
 
 Los años compartiendo trabajo fueron los mejores de mi vida profesional, pero también los más difíciles emocionalmente. De hecho, nuestra relación sufrió muchísimo y debimos distanciarnos para poder acercarnos, más tarde, de otra manera que no nos hiciera sufrir. 
 
 Seguí buscando ayuda y llamé a la puerta de la Asociación de Párkinson de Madrid, cuya labor especialmente con los casos de jóvenes es encomiable. Lo hice sobre todo cuando se aproximaba la operación que le cambió la vida a Nacho y, por ende, a todos nosotros. El 7 de octubre de 2019 le pusieron electrodos en el cerebro. 
 
 Supo que le operarían un año antes. Él no tuvo ninguna duda, pero cada uno de nosotros calladamente experimentó mucho miedo. Yo animé a mis padres a ponerles palabras a sus temores. Creo que afrontamos los días en el Hospital Ramón y Cajal de Madrid, y las largas siete horas de operación, realmente unidos. Y eso fue un regalo. 
 
 El Párkinson se manifiesta a ojos de todos, pero solo algunos saben que la rigidez de los brazos y de la cara, la falta de parpadeo, los bloqueos en medio de un paso de cebra, en el supermercado delante de los yogures, o a la hora de escribir, arrastrar las piernas… eso también lo provoca el tratamiento farmacológico asociado a la enfermedad. 
 
 Además, hay otros síntomas como afasia (dificultad al hablar), pérdida de visión, sudores incontrolables, insomnio, alteraciones por ingesta de proteína animal, y un largo etcétera que también son provocados por los medicamentos. Y claro, si la sociedad no lo sabe, lo fácil es decir ‘¡Vaya mujer u hombre raros!’’. Y eso, señoras y señores, puede conducir al aislamiento social, a la depresión. A querer desaparecer. 
 
 Y yo no quiero que mi hermano Nacho desaparezca, ni tampoco que ahora lo haga nuestro padre a quien diagnosticaron hace apenas 15 meses, con 75 años.
 
Por eso, tenemos que contar todo lo que sepamos sobre esta impertinente y, con frecuencia, incapacitante enfermedad. 
 
 María Nájera
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