Guerrera y soñadora

1. ¿Y AHORA QUIÉN SOY? Buscando qué me define 

Hace poco un periodista me pidió que me definiera en una palabra. «Guerrera», le contesté sin dudarlo. «Guerrera y soñadora», le dije. Sin embargo, esa fue la pregunta más difícil que tuve que contestar en los primeros tiempos luego del diagnóstico de enfermedad de Parkinson a los 47 años.

El diagnóstico me encontró llevando lo que yo consideraba que era una vida que podría llamarse perfecta y en la cual yo creía tener todo bajo mi control. En mi carrera profesional, como magister en Nutrición, no podía haber llegado más alto. Trabajaba en la Presidencia de la República, en la posición técnica más alta que se puede alcanzar, y tenía una oficina de esquina con vista al mar. Además, coordina un área importante de una Maestría en una Universidad. Me había ganado un lugar de mucho respeto en el área de las políticas de primera infancia. Sentía que podía resolver cualquier desafío que se me pusiera por delante. Muchas veces me crucé con el comentario: «Florencia todo lo que hace, lo hace bien». A veces con admiración, a veces con un poco de fastidio. Los comentarios de mi suegra a veces entraban en esta última categoría. Una vez le preguntó a mi marido cómo me habían quedado los ravioles caseros que yo había preparado, esperando que Gustavo le dijera: “No tan bien como a ti”. Pero fue al revés. O cuando estaba comenzando a aprender a conducir, le preguntó: “¿Y cómo lo hace?”  Ante la respuesta comentó: “Así que también maneja bien”. El “también” me quedó resonando.

El diagnóstico lo sentí como el atentado a las torres gemelas, no podían haberme pegado más cerca del núcleo de quien yo creía que era yo. Quedé paralizada. Como si una bomba me hubiera explotado en la cara y me hubiera dejado a ciegas. Recorría la lista de síntomas de la enfermedad y sentía terror. Me parecían humillantes y me daban vergüenza. Cuando pude entreabrir los ojos y empecé a desenredar la madeja de sentimientos que me envolvía, descubrí que en el epicentro estaban los miedos. Y precisamente, mi principal miedo giraba en torno a mi identidad: el diagnóstico había amenazado todas y cada una de las características con las que yo me definía. E imaginé, mientras caminaba por la Rambla de mi ciudad, que con un solo toque acompañado de 4 preguntas, un hada maléfica me había enseñado la lección más difícil que tenía que aprender.

El hada me dijo: «¿Creés que podés tener todo bajo tu control? Pues resulta que ni siquiera podés controlar tu mano derecha». ¿Puede haber algo simbólicamente más fuerte que perder el control de tu mano derecha?

El hada continuó: «¿Creés que podés alcanzar la perfección? Pues resulta que ahora estás visiblemente imperfecta». ¿Puede haber algo simbólicamente más imperfecto que una discapacidad? Y además, visiblemente imperfecto como la enfermedad de Parkinson.

El hada insistió: «¿Creés que todo lo podés? Pues tendrás que probar en carne propia lo que es sentirse vulnerable». ¿Puede haber una sensación de vulnerabilidad mayor que la que se experimenta al padecer una enfermedad que sabés que te irá limitando cada vez más, pero ni siquiera sabés cómo ni cuándo irá ocurriendo? Con la particularidad además, que se trata de una enfermedad neurodegenerativa.

Y sin compasión alguna el hada terminó preguntando: «¿Creés que tu inteligencia está por encima de la de otros y te enorgullece tu eficiencia y tu capacidad de trabajo? Pues ahora los estudios de imagen de tu cerebro muestran grandes zonas azules de neuronas que no funcionan. Tu preciado cerebro está visiblemente dañado». Nada podría haber sido más gráfico.

No me quedaba otra, o me hundía o empezaba de nuevo, desde otro lugar que no tenía ni la más remota idea de cuál era ese lugar. Me acuerdo de mirar al mar desde mi oficina y preguntarme para mis adentros: “¿Será aquí cuando todo termine?”. Y si existiese una forma de poder continuar… ¿Cuál sería esa forma? ¿Cómo reinventarme? No tenía ni la menor idea de por dónde empezar.

Me encerré durante 5 años. Y en esos años mi mayor terapia fue escribir. Para mí, para entenderme, para aliviarme, para comprometerme con mis decisiones. Durante este proceso de intentar descubrir quién era yo, me caí y me levanté muchas veces. Al año de comenzar a escribir, tuve una de las caídas más duras y humillantes. Yo ya tenía claro que tenía que reinventarme y que mi libro llevaría la palabra Renacer en su título. Por esos tiempos, me llegó una invitación un tanto particular de mi hermana. Había alquilado un apartamento en la ciudad de Florencia, y me invitó a pasar unos días con ella. Yo, que había aprendido a estar atenta a las señales, pensé: “Tengo que ir”. Y me imaginé sentada y escribiendo en uno de esos encantadores cafecitos de esa ciudad que tiene un especial magnetismo para mí, y me imaginé cerrando una etapa allí. Y pensé que mi libro se llamaría Renacer en Florencia. Pero mientras estaba sentada en un mirador, contemplando la ciudad desde lo alto, pensaba: “Qué estúpida sos. No aprendiste nada. Seguís creyendo que podés controlar todo, hasta dónde y cuándo renacer”. Me faltaba mucho camino para recorrer. Y no pudo ser Renacer en Florencia, pero fue Renacer a los 50: la enfermedad de Parkinson como punto de partida. Me llevaría 4 años más.

Florencia Cerruti

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