Cuando nadie me mira, cierro los ojos y veo. En la oscuridad se hace la luz, y mis ojos cerrados ven lo que no pueden ver cuando todos me miran.
Cuando nadie me mira, me desprendo de mi cuerpo y levito en un continuo de energía, mi consciencia entremezclada con todas las cosas que son, y también con las que no son.
En esos momentos, los momentos no tienen medida, porque el tiempo no progresa ni existe: el presente es infinito y es el único momento mensurable; la eternidad se concreta y se derrama, invadiéndolo todo.
Cuando nadie me mira, mi mente se calma. Un cerrojo se abre en mi entrecejo y mi cerebro se expande de una manera muy física, muy material. Cambia de frecuencia y sintoniza con lo subyacente. Entonces puedo ver lo visible y lo invisible, lo que hay delante y detrás, arriba y abajo, lo que ha sucedido, lo que está sucediendo y lo que sucederá.
Veo mi vida. Veo quién soy. Veo cómo soy. Veo que una enfermedad me da la mano y me acompaña. No la veo como algo ajeno: no es el destino contra mí, sino mi sombra –una cosa propia, única e intransferible, tan unida a mí como una hermana siamesa. Es mi compañera para siempre, y veo que no gano nada rechazando esa verdad.
Veo también que eso no es todo lo que hay. Veo que estar viva, poder vivir esta vida y no otra, es un auténtico regalo, y por ello me siento agradecida.
Veo que esta vida es perfecta como es, con todas sus batallas y sus imperfecciones; que las lecciones que estoy aprendiendo debían desvelarse así, tomando esta forma, dando lugar a esta precisa y exacta sucesión de acontecimientos.
Veo la gente que me rodea, las personas que me anclan a este mundo. Y veo que son muchas, y que son maravillosas. Siento su amor hacia mí y dejo que mi amor fluya hacia ellas. Veo sus acciones, las mías: el amor no habla sino que se remanga, actúa, se pone manos a la obra.
Veo a mis niños, que son todo inocencia y dulzura, que no entienden, pobrecitos, y que pese a no entender me adoran y tienen paciencia. Veo sus manitas regordetas y sus brazos pequeñitos y sus caras redonditas. Los veo agarraditos a mi cuerpo mientras respiran y sueñan, y procuro atesorar esas visiones para cuando llegue el fin del mundo –si es que llega, si es que alguna vez dejamos de soñarnos.
Veo que estoy acompañada, que en todo esto no estoy sola. Una enfermedad se vive desde muchas perspectivas, y no solo la sufre quien la sufre. Los que me rodean también sufren, por mí, por ellos, pero no se quejan.
Veo a los que ya no han podido acompañarme, a los que han escogido no hacerlo, y también veo a los que se aprovechan. Cuando veo que ya no están cerca, respiro aliviada. Ellos también están enfermos, a su manera. Pero estos pensamientos me intoxican, así que los dejo marchar.
Veo que es necesario hablarse bien, tenerse en consideración, escucharse, respetarse. Valorarse. Veo que soy valiente. Que soy decidida. Que me esfuerzo por ser más flexible, más adaptable, por fluir más y aferrarme menos. Veo lo mucho que he mejorado dejando ir. Que ya es poco lo que se queda conmigo, lo que dejo que permanezca. Quizá por eso siento que mi cuerpo y mi mente pesan menos, quizá por eso puedo moverme mejor, más ligera.
Veo que le doy a mi cuerpo lo que necesita para estar más equilibrado, y siento por ello una alegría íntima. Veo que, pese a todo, en conjunto vivo mejor que hace años. Porque antes vivía dormida, por inercia, mirando en todas direcciones sin ver nada. Pero ahora vivo tranquila, consciente, agradecida, con los ojos-que-no-miran-pero-ven bien abiertos.
Veo que hay que darle la vuelta a las cosas. Que centrarse en lo que no puede ser es estéril y poco constructivo. Que la enfermedad nos roba caminos que no nos convienen, y que nos prepara retos para que practiquemos y encontremos la vía que sí va con nosotros. Veo que para vivir en positivo hay que esforzarse, y que vale la pena hacerlo.
Veo también que quizá busco sentido donde no lo hay. Que quizá esta enfermedad, esta experiencia, no tiene ninguna voluntad, ninguna razón de ser, que es puro azar maligno. Pero no importa, porque al discernir un orden en ella consigo extraer una enseñanza. Y aunque no sea esa la intención del universo, a mí me sirve y eso es lo que cuenta.
Veo que, cuando no miro, nadie mira. Y no mirando, no hay mundo. Al no observar, no me limito a un futuro posible: todas las opciones de futuro están abiertas. Hay que aprender a ver para saber mirar; y hay que escoger con cuidado lo que se mira porque, escogiéndolo, lo moldeamos, lo tejemos, lo convertimos en realidad.
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